
Eric Syerix
Escritor | copywriter | diseñador editorial junior
Biografía

Aunque nací en Málaga y sigo residiendo en esa bella ciudad, la mitad de mi corazón reside en Granada, donde estudié la carrera de Historia y Ciencias de la música, además de acabar mi formación como flautista en el Conservatorio Profesional.Ahí conecté con parte de mi ser que me ha hecho ser la persona que soy. Un apasionado de la literatura, un amante clandestino de la música y un fiel siervo del concepto de arte.
Llevo escribiendo desde que soy capaz de plasmar las ideas que tenía en mi cabeza en papel. Mis primeros recuerdos más nítidos son en la escuela, buscando un rincón para escribir poesía y mostrárselo a mi profesora de lengua, que tenía claro que mi camino estaba entre las letras.A día de hoy sigo formándome y buscando un hueco donde poder mostrar todas mis habilidades y aptitudes. Sigo formándome para trabajar de cara al público y, además, poder ofrecer mis servicios editoriales, ya sea como maquetador, corrector o editor de una obra. Por supuesto, sigo escribiendo novelas y soy capaz de escribir cualquier tipo de historia que necesiten que plasme.Para saber más sobre lo que escribo puede ir a Bibliografía
Bibliografía
Título | Género | Año | Precio |
---|---|---|---|
Lágrimas gemelas | Novela | 2011 | Descat. |
Entre mi PJ y yo | relacion corta | 2018 | Gratis |
Sarly | Paranormal | 2019 | Gratis |
La flauta de Sirukia | Relato corto (Fantasía) | 2019 | Gratis |
No hay retorno | Relato corto (Paranormal) | 2019 | Gratis |
Un baile indeciso | Relación corta (BL) | 2019 | Gratis |
Lutgan | novela fantasia | 2021 | 16,12€ |
Lutgan | novela fantasia | 2021 | 0,89€ |
El desafío de caín | Fantasía erót. | 2023 | Por det. |
Transversal | Joven adulto | 2023 | Wattpad |
Portfolio
-PORTADAS-







-MAQUETACIÓN-




-TEXTO-
Para conocer mi estilo a la hora de redactar puede acceder a Bibliografía
Entre mi personaje y yo
—Y entonces… Bah. Entonces nada —susurró para sí.
Cogió el papel en el que estaba escribiendo su nueva novela, lo arrugó y lo encestó en la papelera que tenía a sus espaldas. Era un lugar extraño para tener aquel objeto, en vez de debajo del escritorio, pero a Andrew le resultaba más cómodo así.
Llevaba escribiendo desde que tenía uso de razón. La música le sonaba a historias, los dibujos contaban sin palabras anécdotas de personajes que creaba en su cabeza y cada vez que veía alguna película o serie, no podía evitar compararlos lo Caín, Andrila y Jamany, los protagonistas del mundo que había inventado.
Hoy, a sus veintidós años, había decidido dejar de hablar por Internet sobre aquellos personajes y dedicarse a lo que llevaba deseando desde pequeño: escribir sus andanzas y, quizás, las de muchos más.
Sin embargo, no podía. Cada vez que escribía cinco palabras, borraba tres. Cuando escribía diez, tiraba el folio porque nada le encajaba. Estaba convencido de que la grandeza de su mundo era tal que él, un simple mortal, sería incapaz de plasmarlo.
—Deberías desestresarte, colega.
Le recorrió un escalofrío por toda su espina dorsal. Ladeó la cabeza. Junto a él, estaba Caín.
Su creación.
Era consciente de que no estaba ahí de forma tangible, que no era real, pero su mente tenía por costumbre hacerle eso: ver a sus personajes a su lado, hablándole y ayudándole como si estuviesen ahí de verdad.
Caín era un personaje carismático, que había sufrido mucho en la vida, pero ninguna desgracia le borraba la sonrisa del semblante.
Verlo ahí, en parte, le alivió. Siempre aparecía cuando estaba cayendo en la espiral de la ansiedad.
Andrew tragó saliva. Deseaba que su personaje fuese real, más allá de su mente, pero no lo era. A veces lo visualizaba con tanta claridad, que pensaba de veras que estaba ahí. Casi podía olerlo y sentir en la palma de la mano calor cuando intentaba tocarlo.
—No es tan sencillo, Caín.
—Mira, me has hecho enfrentarme a tipos que me doblaban en experiencia y en tamaño. Me has hecho enamorarme de hombres y mujeres que no me convenían. ¿No crees que lo que te pasa tampoco es para tanto?
—¡Sí que lo es! ¿Y si piensan que es una basura? ¿Y si no sé escribiros como os tengo en la mente?
—¿Acaso importa? —dijo con despreocupación Caín.
—¡Claro que importa! Si la gente no te lee, no puedes ser escritor y mucho menos bueno.
El personaje se sentó en el escritorio, encima de los folios en blanco que tenía frente a él su creador. Mostraba cierta impaciencia y Andrew sabía de sobra que esa actitud la tomaba cuando algo le exasperaba de sobremanera.
—Vamos a ver, Andrew. Has creado a alguien magnífico, que soy yo, y a mis compañeras, que son dos encantos de chicas. Has sabido emocionarte a ti mismo, hasta tal punto, que nos hemos convertido en tu obsesión. Incluso has dejado de disfrutar leyendo o viendo películas porque no puedes evitarnos. ¿No te das cuenta de que lo que necesitas es escribirnos?
El escritor miró a sus manos. No estaba seguro de ser capaz de hacerlo, aunque Caín tenía razón. Más que escribir por buscarse un hueco en las librerías y ganar dinero con ello, era una necesidad. Se sentía ahogado por sus propias emociones y veía necesario mostrar sus ideas en papel. Cada día que pasaba sin escribir por miedo, era un día en el que se sentía apagado, muerto.
Intentó negarse a sí mismo. Luchó por dedicarse a otras tareas que le impidieran pensar en sus fantasías, pero era inútil. Cada vez que creía alcanzar la felicidad, se daba cuenta de que era todas aquellas sensaciones eran una mentira que se había preparado inconscientemente para no admitir que lo que deseaba era volver a sentarse frente al ordenado o delante de uno de sus cuadernos en blanco y plasmar todo lo que se le venia por la mente.
Quería ser escritor, no porque considerase que fuese un trabajo fácil y que ganaría mucho dinero con ello, sino porque sabía que, como empezara a escribir y a tomárselo en serio, no podría parar.
—Eh, eh, eh. —Caín, que estaba en su mente, veía todo lo que pensaba—. Eres un exagerado. Mira, cariño. Vamos a hacer una cosa: Vas a dejar de agobiarte, ¿de acuerdo? Vas a escribir. Escribe hasta que quedemos perfectamente reflejados tanto los personajes como toda la historia en papel. Una vez termines, ya veremos lo que hacemos con eso. Pero primero, libérate.
Andrew titubeó antes de replicar.
—Pero, ¿y si no le gusta a nadie?
—¿Te gusta a ti? Sí, ¿te estás obsesionando y agobiando antes de tiempo? También. Andrew, no eres un grande, y nunca lo serás si no te enfrentas a tus miedos. Sé que puedes, porque yo soy lo que tú podrías ser si quisieras. Además, si no le gusta a nadie, es lo de menos. No escribes para los demás. Tú escribes por ti.
El escritor esbozó una sonrisa cansada. Su personaje se apartó de donde estaba, permitiéndole observar el papel en blanco. Se sintió abrumado al imaginarse a sí mismo rellenando cada una de las hojas, y se veía incapaz.
Sintió, aunque sabía que era mentira, la mano de Caín apoyada en su hombro.
—No escribas por dinero, ni por gustar. Escribe porque lo necesitas. Nunca me iré de tu mente, ni de apoyarte cuando te sientas solo. Ahora, dame forma. Dame vida.
Las palabras de su personaje fueron lo que le impulsaron a coger el lápiz y escribir. Era como si las palabras llegasen a su cabeza como nunca antes lo habían hecho.
Quizás estaba loco o quizás la fuerza interior que poseía era más grande de lo que pensaba. Lo que tenía claro es que era el momento de obedecer a lo que su alma le imploraba gritando: reflejar su mundo, todo lo que tenía en la cabeza, en letras.Tres meses más tarde, consiguió que un chico leyera su primer borrador. No paraba de preguntarle sobre algunas cosas que no le quedaban claras, las cuales Andrew anotó para que el segundo borrador estuviese mejor. Tantos fallos, según esa persona, lo sacaron de la historia, y no la disfrutó. Quería rendirse, pero se obligó a sí mismo, escuchando la voz de Caín, a continuar. El segundo borrador se lo pasó a dos chicas y dos chicos, muy diferentes entre sí.
Las respuestas se hicieron esperar y no era para menos. Su primer borrador tenía un total de quinientas páginas. Él juraría que se había excedido, pero consideraba que todo era necesario para entender el mundo al completo.
Un día, recibió un mensaje por teléfono. Era Sara, una de las lectoras. Le pedía que la llamara y así lo hizo.
—¿Andrew? ¿Cómo estás? —preguntó ella animada.
Él sentía que las piernas le fallaban. Se sentó en una silla, y miró al frente. Sus ojos veían a sus tres protagonistas, que sonreían y le enseñaban el pulgar, dándole ánimos.
—Bien, Sara, bien. ¿Has leído lo que te pasé?
—Sí, estamos aquí todos, que nos lo hemos terminado ya. Estamos debatiendo sobre lo que hemos leído.
—¿Y eso? —Los nervios iban a hacer que se le saliera el pecho por la boca.
Se quedó la chica tres segundos en silencio, los cuales se le hicieron eternos. Nunca había deseado tanto estar frente a ella y zarandearla para exigirle una respuesta.
—A Nick no le ha terminado de convencer porque es un sieso, pero le ha gustado. Al resto, ¡nos ha encantado! ¡Dios, Andrew! Tienes que seguir. ¿Caín se quedará sin un ojo? ¿Y Andrila y su novia seguirán juntas, o al final su novia volverá a su hogar? ¡No puedes dejarnos así!
Andrew sentía que le faltaba la respiración. ¡Les había gustado! Sus personajes reían y chocaban las manos, contentos por la situación.
—¿Andrew?
—Sí, sí, perdona. No me esperaba que os gustara, de veras.
—Pues sí. Estamos en la cafetería de Moonia. Si no estás muy ocupado, nos gustaría hablar contigo y poder motivarnos delante de ti, que, ya que tenemos al autor a mano, podemos bombardearlo a preguntas sobre algunos momentos que ha dejado caer, pero que necesitamos saber con detalles. ¿A que sí, chicos?
El resto corearon al unísono un «sí» que hizo que Andrew estallara de felicidad. No sabía si iba a haber más gente como ellos o si alguna editorial aceptaría su obra. Lo que tenía claro era que aquel día era el más feliz de su vida.
Porque podía releer su obra, poder compartir sus inquietudes y, sobre todo, sentirse libre.
Se levantó de un salto, y le dijo a Sara que en diez minutos llegaría a la cafetería.
Se giró para mirar a sus personajes, pero ya no estaban allí. Notó que empezaba a dejar de necesitar el apoyo incondicional que le daban en su mente. Se dio cuenta, al fin, de lo importante que fue seguir luchando por su historia y darle a sus personajes el lugar que merecían.
Sarly
Avertencia de contenido: lenguaje soez, sexo, violencia
I
En estos instantes me estaba tirando al cabrón que apuñaló a mi amiga, a la cual adoraba.
Al menos eso es lo que él se creía.
Él no tenía ni idea de quién era yo ni de lo que era capaz de hacer. De todos modos, aunque lo supiera, ¿qué más daba? Mi trampa iba a salir sí o sí, ya que mi carisma innato sumado a mi sobrenatural persuasión, convertían mi ser en algo casi divino (bueno, puede que me esté pasando, pero tampoco mucho).
Me daban náuseas escucharle gemir. Más aún que tener que estar clavándole mis ojos en los suyos, que no paraban de dilatarse. Era gracioso ver que sentía placer y que se creía que le estaba cabalgando en vez de ser consciente de la realidad.
Ese hombre no estaba nada bien de la cabeza si se pensaba que podía hacer algo así sin necesidad de poderes sorbenaturales.
Una vez lo vi alcanzar el clímax con una nauseabunda expresión de goce, le acaricié el muslo unos segundos antes de ejecutar mi gran golpe. Me quedaba poco tiempo. Él creía que acabábamos de llegar a la vez y, en cierta manera, así había sido.
—Eres preciosa. —Sonrió, victorioso.
—No más que tu cicatriz. No te preocupes, no morirás.
Una vez dejé de concentrarme para que se imaginara aquel encuentro sexual, vio la realidad.
Estaba ahí, abierto de piernas, sangrando. Vio en mis manos su miembro lánguido y algo destrozado. En su entrepierna, estaba todo cicatrizado, como si aquella violenta amputación que había realizado con una navaja de las grandes la hubiese hecho años atrás.
Sus gritos se entremezclaron con mi risa. Sí, por fin se estaba cumpliendo justicia en esa jodida ciudad de mierda.
Guardé mi pequeño trofeo en una bolsa, y me lo quedé mirando. Su gesto de dolor cesó en cuestión de segundos, ya que de la impresión se desmayó. Su mente fue tan fácil de manipular que daba hasta miedo que existiera gente con tanta poca fuerza interior.
Salí de ahí resuelta. Por fin podía saborear algo de tranquilidad por las calles de Madrid, aunque la ciudad no tenía la culpa: fueras a donde fueras, te sentías insegura y tenías la necesidad de mirar a todas partes.
Da igual lo que te digan, siempre nos educan a las mujeres para no poder ir solas, atándonos metafóricamente a unas cadenas que deberían tener aquellas personas que agredían y hacían daño.
Sin embargo, para qué hacer eso, ¿verdad? Es más fácil que las víctimas sientan temor y que sean quienes tengan la necesidad de esconderse. Parecía impensable remodelar las leyes para que fueran los suficientemente duras como para que sean los agresores sean los que se avergüencen de ser así y además obtengan tal castigo que hagan que se lo piensen dos veces antes de actuar.
Aunque he de decir que las normas no están hechas para que eso sea lo normal. Están hechas para que lo lógico sea tener miedo y que todo pase sin consecuencias.
Estaba hasta el mismísimo ovario izquierdo y parte del derecho de que pasara eso en el mundo.
No me consideraba tampoco una justiciera, ni muchísimo menos. A mí lo que le pase a cualquiera me traía sin cuidado, pero era cierto que había comportamientos que no quería tolerar en la ciudad donde respiraba.
Básicamente, porque podía impedirlo sin consecuencias. Eso me encantaba a unos niveles casi imposibles de describir.
II
Me dirigí a la barra del bar y en el camino pude ver a mi amiga. Su piel aceitunada hacía un contraste muy intenso con sus ojos verdes, los cuales no se podían apreciar a causa de la luz roja que cubría el local.
Me acerqué a ella al son de «So what?» de P!nk. Lo cierto era que la ambientación era más de fiesta normal que de terror, pero yo lo iba a ser quien me quejase.
Me senté a su lado, dedicándole una sonrisa pícara.
—Tengo un regalito para ti, Cary.
—Miedo me da viniendo de ti.
Le enseñé la bolsita blanca que tenía en las manos. En un día tan señalado como hoy (en el cual un montón de personas estaban disfrazadas con sangre, unos con mejor maquillaje y sangre falsa que otros) nadie se fijaba en un trozo de plástico que goteaba un líquido rojo.
—Ya le he dado su merecido a ese cretino.
La cara de Carlota palideció en cuestión de segundos, lo cual hizo que se me escapara una risa un poco tonta.
Ella era conocedora de mis habilidades, pero no estaba del todo de acuerdo con mis métodos. Ella era más dada a pensar que los cambios en la sociedad debían darse de forma pausada, enseñando a todos los individuos a respetarse e implementando pensamientos de tolerencia con calma y benevolencia. Yo, en cambio, tenía la firme convicción de que todo aquel que hiciese alguna agresión debía ser brutalmente castigado. Es una forma de pensar que por el momento me ha dado grandes resultados a la hora de ejecutarla.
A eso me dedicaba. Si veía a algún imbécil que osaba tocar a otra persona de forma deshonesta, lo pillaba por banda y usaba mis poderes psíquicos para poder hacerle lo que quisiera y castigarlo a mi manera. El ojo por ojo nunca fue tan satisfactorio.
—¿Es su oreja o su cabeza? —la expresión de asco no se le iba del rostro.
—No, es su pene. Sus cojones también, dicho sea de paso.
Un visible escalofrío le recorrió la espalda, lo cual hizo que me riera más.
—¡Estás como una cabra!
—¿Pero va a volver a hacerte daño o no?
—Ni siquiera conocía a ese tío, Sarly. No había necesidad de…
—¿Y sí había necesidad de darte un navajazo solo porque ibas sola por la calle? —la corté, molesta.
Estaba cansada de la amabilidad de Carlota. Era una mujer fuerte, valiente, segura de sí misma, pero demasiado buena para este mundo. Realmente creía en la redención y en que todos merecíamos una segunda oportunidad.
Paparruchas.
—Bueno, yo quería darte tu regalito de Halloween. No te preocupes, no está muerto ni nada, solo le he quitado lo que quería usar contra ti.
Carlota se encogió de hombros. Su rostro dulce y aniñado hacía que la gente creyera que era una jovencita indefensa, mas eso distaba mucho de la realidad. Lo cierto era que sabía defenderse muy bien gracias a las clases de taekwondo y de defensa personal. Aun así, el tipo que quiso forzarla pudo herirla con un arma blanca antes de que yo llegara y se pusiera a correr como un pasmarote.
No era el primer caso que conocía de muchachas que eran atacadas y agredidas sexualmente por las calles y desgraciadamente muchas de esas historias no tenían final feliz aun conociendo al culpable. Por ello, había decidido tomarme la justicia por mi mano.
Porque seamos sinceros: No hay justicia en este mundo.
—¿Tienes pensado ir a alguna parte además de aquí esta noche? Aún hay gente que no está borracha. —Carlota me sacó de mis ensoñaciones.
—Qué va, tía. Prefiero beberme contigo una cerveza y luego pirarnos a casa.
—¿Quieres irte a casa? —repitió ella, riéndose. Parecía que intentaba no pensar en la bolsa que aún estaba en mi mano, goteando— No te pega nada.
Iba a responderle, pero alguien me empujó, tirándome la copa encima.
No pude hacer otra cosa que girarme, furiosa. ¿¡Quién narices se atrevía a tirarme nada encima!? Le iba a partir la cara de un movimiento.
Me topé con los ojos divertidos de una vieja amiga que muy rara vez veía. Al quedarme mirandola, se me pasó todo el enfado de golpe.
—¡Debbie! —Me quité la chaqueta y la dejé en el taburete.
—¡Holiiiiii! —gritó ella, para que así pudiera escucharla.
Debbie iba disfrazada de bruja. Su cabello púrpura le quedaba genial con ese ceñido vestido negro. Sus labios, pintados de negro, eran casi hipnóticos. Extendí los brazos para que viniera a mí a darme un abrazo. Me parecía gracioso que fuera tan bajita (o yo tan alta), ya que le sacaba al menos una cabeza.
—¡Sarly, bonita mía! ¡Tengo que decirte algo importante! ¡A solas! —me dijo a voces cuando se separó de mí, ya que la música estaba algo alta.
—¡Es que he quedado con mi amiga!
—¡Será solo dos segundos!
—¡No os preocupéis chicas! —Carlota se levantó de su taburete tras decir eso. Se acercó a mi oído para hablarme— Voy a irme a casa, la verdad es que tus idas de olla y el ambiente de terror no me ayudan a tomarme nada tranquila. En casa nos vemos y seguimos hablando.
Torcí el gesto, molesta. No entendía su reacción. ¡Había hecho lo que todas querríamos hacer alguna vez en nuestras vidas! ¡Jodida y santa justicia!
La vi marcharse, sin despedirme. A veces me resultaba agotador ver en sus ojos aquel reproche velado. No quería pensar que lo que realmente sentía ella hacia mí era envidia por poder hacerlo sin consecuencias gracias a mi don.
Ahora no era momento de pensar en eso. Como bien había dicho Cary, ya tendrían momento de hablar. Tenía ante mí a Debbie, que sabía mi secreto al igual que Carlota.
La misma que al descubrir que tenía la habilidad de la hipnosis, potenció de tal manera mi poder que me concedió gracias a una pulsera el don de la curación.
Le debía mucho más de lo que se pensaba a esa cabrita loca disfrazada de bruja.
Me cogió de la mano en cuanto mi amiga se fue del local, y salimos por la puerta trasera. No sabía lo que quería y tampoco me importaba: necesitaba celebrar mi pequeña victoria de hoy, y necesitaba hacerlo sin sentirme juzgada.
Debbie sí que me entendía, por eso me ayudó en lo que pudo. Ella también tenía poderes, aunque eran bastante débiles. Me comentó que se le daba bien potenciar las habilidades ajenas y poco más. Quizás por eso era una chica tan alegre y cercana, porque necesitaba de los demás para que sus habilidades tuviesen resultado.
Sea como sea, su visita iba a hacer que me pudiese despejar, alegrarme de mi victoria y no sentir la presión de quién era durante, al menos, unos minutos de conversación.
III
La curva de sus labios se hacía cada vez más ancha a medida que percibía mi impaciencia. Nos quedamos en un callejón donde apenas transitaba gente y se me quedó mirando por unos segundos que, para mí, fueron horas.
—Tengo un trabajo para ti —soltó de pronto.
Me la quedé mirando, extrañada. Siempre que nos habíamos visto había sido para hablar sobre la vida y lo que pensábamos sobre temas triviales. Nunca habíamos manifestado ninguna de las dos una necesidad de buscar trabajo.
—¿De qué se trata, bonita?
Debbie rebuscó en su mochila de la cual no me había percatado porque era del mismo color que del vestido. Sacó de él un sobre negro.
—No sé cómo narices ves las cosas con tanto color negro.
—Cállate.
Me tendió el sobre, y me sonrió abiertamente, mostrándome unos blancos dientes que parecían sacados de una serie de dibujos animados.
Abrí el sobre sin preguntar (porque vamos a ver, si me das un sobre es para que lo abra. No entiendo eso que se ve siempre en las películas o en los libros de que cuando te tienden algo preguntas qué es en vez de investigarlo por ti misma). Vi en él una hoja escrita y una fotografía donde había una foto de un chico que no tenía de ser precisamente el popular del instituto. Aún tenía algo de acné en la cara, y llevaba unas gafas que eran demasiado grandes para su cabeza.
—¿Quién es este tío?
—Es un muchacho que está molestando mucho. Se llama Rodrigo y tiene un poder similar al tuyo.
Contemplé la foto durante unos segundos. Luego analicé a mi amiga, la cual parecía acostumbrada a hacer este tipo de cosas.
—¿Y qué quieres que haga con este muchacho?
—Quiero que acabes con él.
Su sonrisa no se iba de su rostro. Toda esta situación se me antojaba sospechosa. No quería pensar mal, pero me lo ponía muy difícil para no hacerlo.
¿Cómo que acabase con él? ¿Cómo podía esta mujer hablar de este tipo de cosas con tantísima ligereza?
—Mira, Debbie, no sé qué impresión doy, pero…
—Escúchame, Sarly. Es importante.
Me callé cuando me interrumpió, más por el hecho de que tenía algo de curiosidad por saber más que porque me pareciera bien que me cortaran en mitad de una frase.
—Este chico tiene poderes gracias a un libro que ha encontrado, no es innato como tú. Está usando el libro para hacer cosas que a ti te dan mucha rabia.
Por mi mente surcaron imágenes bastante desagradables. Apreté mi mandíbula con fuerza e intenté serenarme para no ponerme a gruñir de rabia.
El poder de la hipnosis podía ser muy peligrosos en manos equivocadas (como las mías) y podría generar situaciones muy desagradables, por no hablar de que si la persona a la que hipnotizabas no era lo suficientemente fuerte de voluntad podría hacer cualquier cosa que le pidieras.
Cuando digo cualquier cosa, hablo de que cuando me enfadé con mi amigo de la infancia le obligué a ir desnudo a clase mientras cantaba la canción de «Mayonesa».
—No quiero entrar en detalles, Sarly. Sabes que soy una chica muy discreta, pero este tipo no lo va a pillar la policía y lo sabes. En cuanto le miren a los ojitos, y recite las palabras que parece conocer ya a la perfección, va a parecer que es inocente y no ha pasado nada.
—¿De qué le acusas, Debbie?
—No le acuso de nada. He visto cómo usaba la hipnosis para ligarse a la chica más atractiva de su clase de la universidad y hacer que se pelee con sus amigas por celos y esas cosas. También ha estado a punto de hipnotizarme a mí, pero lo detecté rápido y pude escapar a tiempo.
La ira brotaba desde mi pecho con energía. Ahora mismo tenía ganas de ir a la casa de ese muchacho a partirle las piernas, como poco.
—Tú eres una mujer muy especial, Sarly. Sé que estas cosas te dan mucha rabia y sé que no querrías hacer este tipo de trabajos sin un dinero de por medio.
Enarqué mi ceja derecha, interesada por lo que acababa de oír. No tenía trabajo fijo, así que cualquier ayuda o labor remunerado me venía bien.
Ella volvió a enseñarme los dientes al sonreír.
—Te pagaré quinientos euros si le destruyes el libro.
—¿Si me lo cargo me das el doble o qué?
—No hace falta llamar tanto la atención. Sin el libro cerca de él, su poder no existirá. Con destrozarlo es suficiente. El libro, digo.
Se me escapó una risa seca cuando escuché la aclaración.
—De acuerdo. ¿Cuándo quieres que me encargue de él?
—Esta noche.
—¿¡Esta noche!?
—Está en el bar de Carl Oui, con su novia. La pobre cuando despierte va a querer vomitar.
—Pero… —empezaba a verlo todo demasiado raro.
—Sé que suena muy precipitado, pero es Halloween, tía. ¿Qué momento es mejor para hacer este tipo de cosas, cuando la gente va a creer que son jodidos efectos especiales?
Fruncí los labios, molesta. Si bien era cierto que no había mejor día (que me lo digan a mí), también era cierto que había quedado con Carlota para pasar juntas este día. Nuestra relación se había enfriado a causa de nuestras disputas morales y no quería perderla como amiga.
Sin embargo, con esos quinientos euros podría pagarle el alquiler de una vez, que ya iba siendo hora de dar la cara por mis deudas. Realmente no era mucho dinero, pero algo me decía que merecía la pena.
—Le envío un mensaje a mi amiga y voy a donde me digas.
Debbie asintió, conforme. Cuando le escribí el mensaje por vía Telegram a Carlota, me respondió con un seco «Ok».
Bueno, ya la alegraría con el dinero.
—Bien, te sigo, preciosa.
IV
Si el bar donde estábamos Carlota y yo me parecía ruidoso y molesto, este no tenía definición ninguna.
La entrada estaba decorada con una cantidad ridícula de telarañas. Los seguratas iban disfrazado de gorilas zombies o algo así. La gente iba mayormente caracterizada y yo sentía que no pegaba en ese ambiente ni con cola.
—Toma —Debbie me tendió unos colmillos que tenía en su mochila. Después se quitó su capa—. Así das el pego.
—Aquí la peña va disfrazada como si fuesen a participar en un concurso. Voy a hacer el ridículo si voy con dos cosas mal puestas.
—Ya, pero bueno, es lo que hay. De todos modos, tu estilo de vestir asusta.
Volteé los ojos. Podía hipnotizar a los guardias de seguridad, pero lo más inteligente era no abusar de mis poderes y hacerle caso a Debbie. Me ahorraría mucha energía malgastada y no llamaría mucho la atención (o eso quería creer, que tampoco me había dado un cosplay perfecto de algo).
—Ya bueno. No creo que una mujer con chaqueta de cuero y pantalones ceñidos asuste.
—No, pero como alguien pille que en la suela de tus botas hay una navaja escondida, pueden sentir terror.
Me la quedé mirando unos segundos. Nunca le había dicho que ahí tenía escondida un arma, ni de que sabía usarla, aunque eso tampoco lo había comentado ella.
Me puse lo que me dio. Me revolvió mi cabello negro para darme un toque más siniestro y me frotó las ojeras con las yemas de los dedos un poco, intentando atenuarlas.
—Ya está, yo creo que todo el mundo saldría corriendo si se fijara en ti.
—Qué graciosa eres —murmuré con ironía.
—Bien, ya sabes lo que tienes que hacer, ¿no? Te acercas a él, intentas hipnotizarlo antes que él a ti, le pides el libro y te largas corriendo.
—Un trabajo muy sencillo, sí. Aunque tengo una duda: ¿Cómo es que sé que tienes esa pasta?
Ante mi pregunta, sacó otro sobre negro, algo más pequeño. Al abrirlo, me dejó estupefacta al ver que solo había un billete púrpura, más oscuro que el color de sus cabellos.
—No es original —se me escapa.
Movió un poco el billete para que viera el brillo. Me acerqué un poco más para verlo de cerca. Pude confirmar que era original.
—La madre que me parió —exclamo conteniendo el tono de voz.
Me hizo un gesto con la mano, echándome de ahí. Antes de obedecer, le bufé por lo bajo. No me gustaba que me dieran órdenes.
Cuando me acerqué a los guardias, se me quedaron mirando extrañados. En esa fiesta se veía que el nivel de caracterización era muy variado, y yo entraba en el sector de la peores vestidas. Me concentré para usar mi poder de ser necesario.
—¿DNI?
—Claro.
Saqué mi carnet de identidad y se lo ofrecí. Aquel momento me estaba estresando mucho.
Una vez comprobó que era mayor de edad, me dejaron pasar sin problema.
Me acerqué sin bailar a la barra. Sabía que allí tendría más campo de visión y podría buscar al muchacho entre toda esa cantidad de adolescentes y personas con complejo de serlo.
Cuando me quedaba poco para llegar, noté algo en el ambiente. No sabría decir con exactitud qué fue, pero por instinto no pude evitar mirar hacia mi izquierda.
Ahí estaba ese malnacido.
Nunca había visto a nadie usar alguna habilidad especial, a excepción de Debbie cuando potenció mis poderes. Sabía que había altas probabilidades de que lo que hacía no fuese algo único, pero pensaba que si había alguien más no iban a estar en la misma ciudad, ni siquiera país. No obstante, lo que tenía frente a mí era un crío con suerte se que topó con un libro que le daba un poder que, ahora que veía en qué lo empleaba, sabía que no se merecía.
No, no era como yo.
Había dos chicas que estaban besándose frente a él, disfrazadas de súcubos. Ambas tenían algo extraño en su actitud. Si no fuera porque estaba viendo con sus propios ojos cómo los de ese muchacho brillaban, denotando que algo normal no estaba haciendo, diría que estaban drogadas.
Verlo desde fuera era desagradable. Me entraron ganas de arrancarle la cabeza. Usar la hipnosis para impartir justicia era lo correcto. Usarlo para que los demás satisfagan tus sucias fantasías en contra de su voluntad era vomitivo.
Me acerqué a él. Tenía el plan de seducirle, de decirle cuatro tontadas y que cayera en mis redes, pero no podía fingir después de ver aquello.
Iba a hacer lo que mejor se me daba.
Cuando lo tenía de frente, las chicas se separaron, riéndose de un chiste inexistente y permitiendo así que pudiera estar cara a cara con aquel energúmeno que iba disfrazado de Drácula. Le vi las caras intenciones de hablar, quizás para hipnotizarme a mí también.
No, imbécil. No iba a darte la satisfacción de hablar.
De un rápido movimiento, le propiné un puñetazo en el ojo izquierdo, cerca del lacrimal.
Al propinarle aquel golpe las chicas sacudieron la cabeza y se miraron entre ellas. Al parecer si le golpeaba, su poder no tendría éxito. Bien, eso no era problema.
Él me miró con su ojo derecho, mientras se tapaba el otro. Veía rabia en su cara. No era para menos. Aun así, salió corriendo de allí, demostrando lo cobarde que realmente era.
—¡Eh! —grité, corriendo hacia él— ¡Frena cabronazo!
Él empujaba a la gente y seguía huyendo. Aquel tipo sabía de sobra que estaba haciendo algo mal, porque una persona inocente no salía despavorida ante semejante golpe. ¡Qué menos que preguntar por qué te han hecho eso!
La verdad es que me esperaba encararme con él, que intentara incluso hipnotizarme o tener alguna afrenta directa, pero era tan cobarde que su instinto le pedía correr.
Consiguió salir por la puerta trasera antes de que pudiera retenerle. Ver que estaba siendo más rápido que yo me frustró, pero no perdí la concentración por ello. Igualmente, sabía que en cuanto saliera de ese tugurio podría coger carrerilla y alcanzarle con facilidad.
Una vez estaba en el exterior, salí con una sonrisa de triunfo, la cual se me congeló al verlo junto a otro muchacho más corpulento. Se le notaba claramente hipnotizado, ya que, aparte de que miraba a la nada, se le estaba cayendo un poco de baba por no ser capaz de mantener la boca cerrada.
—¡Atrápala! —le ordenó.
Volteé los ojos. Ya tocaba ver quién iba a ser más fuerte: si la hipnosis que te proporcionaba un libro o los dones innatos que yo poseía.
V
Se abalanzó sobre mí sin miramientos, acatando la orden a ciegas. Pude esquivarlo, para mi sorpresa. Algo en el fortachón no iba bien. Parecía que las habilidades hipnóticas no eran demasiado potentes. Quizás se estaba resistiendo y por eso sus ataques eran lentos y torpes.
Tenía que pensar la forma de terminar rápido con aquello. Quinientos euros me vendrían genial, pero no quería sufrir heridas por ellos. El chico atlético tropezó al intentar ir a por mí por segunda vez. No pude reprimir una sonrisa.
Quizás conseguiria tenerlo donde quería.
No quería perder a mi encargo de vista, por lo que intentaba estar pendiente tanto del hipnotizado como del hipnotizador. Eso también me ralentizaba, y empezaba a desesperarme por ello.
Conseguí aprovecharme de su despiste para que cayera de bruces al suelo. Conforme se estaba levantando, lo miré directamente a los ojos, aun a riesgo de que el otro muchacho se quisiera acercar a mí a golpearme.
No pude evitar sonreír. A pesar de que se le veía claramente influenciado, no me resultó nada difícil conectar nuestras mentes.
—Venga, cariño. ¿Eres capaz de pegarme con lo sexy que voy hoy, con colmillos y todo? ¿No prefieres pegar al gafotas que se cree con derecho a ir a por ti?
El chico grande se giró de inmediato para mirar a mi encargo, que se había quedado con cara de idiota al ver el panorama. Estaba claro que él no me conocía de nada y por ello no se esperaba que alguien que no fuera él mismo pudiera hacer lo que yo.
Chaval, no solo hago lo mismo que tú, sino que lo hago muchísimo mejor, porque manipular la mente de tu amiguito ha sido demasiado sencillo.
—Pero… ¡No puede ser!
—Oh, bonito, claro que puede ser.
Concentré mi mente. Antes de dar la orden medí bien mis palabras, mostrando con ello mi veteranía.
—Chico, dale un abrazo fuerte a tu amigo.
Es cierto que mi orden no era tan clara como debería, pero al menos era más exacta que decirle que me atrapa. Era un novato en el tema de la manipulación de mentes y se le notaba demasiado.
Cuando vi cómo lo atrapaba, me di cuenta de que realmente no era tope aquel muchacho atlético, o quizás era que mi víctima estaba tan asustada que no sabía ni cómo reaccionar y por eso no consiguió esquivarlo. Fuera como fuera, verlos abrazados me hizo gracia.
Me acerqué a ellos con paso firme haciendo ruido con el poco tacón que tenía mis botas.
—Bueno, ahora me vas a dar el dichoso libro.
—¡Yo no te tengo que dar nada! ¡Aratku…!
—¡Dale un cabezazo!
Inmediatamente mi nuevo muñeco le propinó un golpe en la frente del chico con su propia cabeza.
No sabía cuáles eran sus intenciones ni qué quería decir, pero desde luego no estaba por la labor de escucharlo.
—Que me des el libro de una vez. No tengo todo el día.
—Joder, tía. —Me fijé en que se había partido una ceja. Me estaba haciendo gracia verle mal al este cretino— ¿¡Yo que te he hecho!?
—¿A mí? Nada. A una amiga sí y yo soy muy de defender a mi gente. Usas tu poder de una forma muy asquerosa y no lo voy a consentir más. Dame el libro —lo último lo dije con un tono amenazador.
El muchacho, temeroso, miró al suelo. Se le escapaban las lágrimas. Me estaba impacientando.
—Si te lo doy… ¿Me dejarás en paz?
—No tengo ninguna intención de estar mucho más tiempo aquí. Te prometo que, si me das el libro, te dejaré en paz.
Rebuscó como pudo entre sus ropas. Al parecer tenía un bolsillo enorme en su pantalón ancho y ahí había guardado el libro. Tenía un aspecto viejo y muy usado. El aroma a antigüedad resaltaba.
Me lo tendió. Yo se lo quité de las manos. En la portada ponía: «Libro de la Escuela de Hipnosis».
No, si al final va a haber una escuela de hipnosis que no sea un sacacuartos y todo.
—Muy bien. —Me dirigí al chico atleta—. Desnúdale y vete corriendo a casa.
Mi víctima chilló, desesperado. El hipnotizado obedeció sin rechistar y le resultó igual de fácil desvestirle.
—¡No! ¡Para! ¿¡Pero por qué haces esto, cacho cabrona!?
Saqué de mi bolsillo mi caja con cigarrillos. Encendí uno mientras seguía escuchando los gritos desesperados de mi encargo. Le di una calada antes de responder.
—Porque te estoy advirtiendo. Como vuelvas a manipular a una mujer, te prometo que te arrancaré los huevos de cuajo. ¿Ha quedado claro?
—¡Pero si ellas querían!
—¡Pégale otro cabezazo antes de que lo haga yo! —grité, furiosa.
Así lo hizo. Nuestras voces estaban despertando el interés de la gente de alrededor, y ya prácticamente estaba desvestido. Era hora de correr y cobrar.
VI
Nos habíamos reunido en mi portal. Tenía ganas de meterme en la cama y pasar lo que quedaba de la festividad de Halloween enterrada en los brazos de mi amiga mientras veíamos alguna peli de terror mala de la que reírnos.
Le tendí el libro y Debbie lo revisó. Se la veía muy contenta por tenerlo.
—Eres de lo que no hay, Sarly. —Sonrió ampliamente Debbie—. La verdad es que esto era una prueba y la has pasado con creces. Yo confiaba en ti, la verdad. La gente de este lugar no tiene tanta sensibilidad a la magia como tú.
—Magia, paranormal, ciencia ficción… Llámalo como quieras. —Suspiro.
—Ya, bueno. Tu origen aún no lo conoces, por eso te minusvaloras y eso que tienes poderes.
—¿Mi origen? —enarqué una ceja, extrañada.
—Sí, ya sabes, tu padre.
—Mi padre es un borracho irlandés que no sabe ni que existo y mi madre una pirada.
Ladeé la cabeza brevemente, con cierta melancolía. La verdad es que no tenía muchas ganas de saber más sobre mi progenitor ni hablar de mi vida personal.
La curva ascendente que se dibujaba en los labios de mi amiga se ensanchó de forma siniestra, haciendo que le brillaran conjuntamente los ojos. La verdad es que el ambiente hacía que me diera bastante mal rollo.
—Me hace mucha gracia que te conozcas tan poco. Quizás, algún día, estés preparada para saber por qué tienes esos poderes, pero a mi jefe no le interesa para nada eso.
—¿Jefe? Espera, yo pensaba que estaba haciéndote un favor personal.
Ella negó con la cabeza, y eso hizo que empezara a pensar que estaba metiéndome en algún tipo de mafia rara que no me interesaba para nada.
—Eres especial, Sarly. Me encantas y me caes súper bien. Como has hecho este trabajito tonto tan bien, quería comentarte otra cosa: hay unos chavales que están molestando a mi jefe y nos encantaría que fueras a por ellos para, bueno, ayudarnos a que no consigan desbaratar nuestros planes.
—Todo lo que me estás contando parece sacado de un libro malo de fantasía.
Soltó una carcajada, y yo sonreí por no mostrar debilidad. La rareza que antes me atraía como un imán ahora me resultaba molesta e inquietante.
—Sarly, vamos a hacer una cosa, ¿vale? Tú nos ayudas con estos muchachos, los cuales se hacen llamar a sí mismos Biplanarios y nosotros somos buenos contigo. Te damos dinero, un lugar donde estar y libertad. ¿No es todo eso lo que quieres? Saldríamos ganando.
—Ya tengo todo eso.
—No. No lo tienes. Ahora mismo hay dos mujeres en la puerta de la casa de Carlota, que es donde vives ahora. Si no nos ayudas, te quitaremos todo lo que tienes. Si lo haces, te daremos eso y más.
La sangre se me congeló en ese instante.
Joder. Carlota no.
—No serás capaz de hacerle daño, maldita condenada.
—¿Yo? ¡Jamás! Si yo te quiero. Me caes genial. Somos amigas, Sarly, pero el jefe es el jefe y los negocios... ya sabes.
Entrecerré los ojos y apreté los puños. Intenté concentrarme y me dispuse a hipnotizarla.
—No va a funcionar conmigo, Sarly. Soy inmune a cualquier elemento mágico.
No la escuché. Seguí concentrándome a pesar de que estaba cansada por tantas cosas que había vivido aquella noche.
—Vas a decirles a esas dos mujeres que se larguen de mi piso.
—Voy a decirle a esas dos mujeres que le arranquen los ojos a Carlota si no me haces caso —dijo burlona.
Por impulso, intenté agarrarla del cuello, pero me esquivó con insultante facilidad.
—¡Vamos, Sarly! Tendrás dinero, una vida guay, ¡no necesitarás trabajar! ¡Solo sé nuestra aliada!
—No seré un perro de caza —digo con determinación. Debbie dio unos pasos atrás, encogiéndose de hombros.
—¿Acaso te hemos dado opción?
Con un grito ahogado de rabia, me lancé a por ella de nuevo.
De pronto, como si nunca hubiese estado ahí, se desvaneció ante mí, haciendo que me tropezara, aunque conseguí estar estable y no caer de rodillas.
—¿No vas a ver a tu amiga? —escuché a la pelipúrpura.
—Carlota —susurré.
No era momento de pelear. Tenía que asegurarme de que mi amiga estaba bien. Jamás me perdonaría si le sucediera algo a ella o si la metiera en problemas por culpa de mi carácter y estilo de vida.
En principio en la puerta no había nadie, pero sí había una nota pegada.
«Te hemos dejado un regalito - Debbie».
Abrí la puerta de golpe, dispuesta a pelearme con quien hiciera falta.
El grito de Carlota me puso alerta, y dirigí mi mirada hacia ella, que estaba rodeada con una manta y comiendo palomitas mientras veía la televisión.
—¡La madre que te trajo, Sarly! ¿Qué pasa?
Examiné desde la puerta toda la habitación, y pude ver que había una cesta con adornos de Halloween en la mesa, llena de golosinas y dulces.
—Una mujer me ha dicho que es para nosotras, un regalo de una amiga tuya. ¡Qué amigas más majas tienes! —Carlota seguía comiendo palomitas, ajena a lo que pasaba.
Suspiré. En la cesta pude encontrar que había una nota, en la cual decía:
«Si es un sí, tírame por la ventana - Debbie».
Arrugué la nota, enfadada. Como bien me dijo ella escasos minutos atrás. ¿Es que tenía elección?
Fui hacia la ventana. Con miedo de no saber en qué me estaba metiendo, tiré la nota y me senté al lado de Carlota, abrazándola.
—¿Debería sentirme celosa? —Sonrió.
—Es una tía loca, sin más. No quiero hablar de ella, ha sido una noche dura, con movidas raras y... bah, en serio, no merece la pena hablarlo.
Mi amiga, que era consciente de que, cuando yo mostraba mi desagrado a hablar de algo, era mejor no ahondar más en el tema, me ofreció su cuenco para que cogiera palomitas y comiera con ella.
—Feliz día de los muertos —me sonrió.
—A ver cuándo nos toca.
—Dentro de muchos, muchos, muchos años.
Me quedé mirando la televisión, dejándome absorber por ella e intentando no pensar. No me gustaban las amenazas, ni sentirme títere de nadie. Era una mujer libre e independiente que no quería jefes para nada.
Tampoco era una necia. Por eso, era mejor andar con pies de plomo. Lo que no se me podía ir de la mente era la siguiente pregunta:
¿Quién cojones eran los Biplanarios?
La flauta de Sirukia
Había terminado de recoger las cosas de la universidad para ir a clase. Me puse los cascos sin activar ninguna canción y me dispuse a ir andando a la Facultad de Bellas Artes. No tenía ganas de escuchar a nada ni nadie.
No tenía muy claro qué me pasaba. Llevaba tiempo sintiendo el peso de mi existencia cada vez con más incomodidad. Era como si todo lo que había a mi alrededor poco a poco dejase de ser importante, como si supiera que había algo más, pero no era capaz de saber el qué.
Estaba planteándome volver a terapia para asegurarme de que no era nada grave. Tampoco es que me impidieran esas sensaciones el seguir adelante con mi vida. Aun así, quería mejorar porque una voz en mi interior me decía que me lo merecía, que esa sensación de que todo me daba igual no era sana y debía salir de ahí.
Conforme iba caminando por la calle vi algo que llamó mi atención. Era una pequeña tienda parecida a una galería de arte, la cual nunca me había atrevido a entrar. Por los hombres que en estos momentos entraban y salían de la estancia metiendo en un pequeño camión algunas obras, estaba de mudanza. Vi colgado el cartel en el escaparate de «último día abiertos».
Miré al principio a través del escaparate, curioso. Estaba cansado de sentir ansiedad cada vez que entraba a algún lugar nuevo, ya que tenía la sensación de que me perdía cosas que me podían hacer disfrutar, como esa tienda. Había figuras de samuaris y cuadros de artistas orientales. Eso despertó aún más mis ganas de entrar, ya que mis orígenes eran de allí. Cuando vi que el dependiente desaparecía de mi campo de visión, entré.
La tienda no era especialmente grande. Las paredes y el suelo eran de un blanco con toques grises, dando una sensación de paz que me hizo sentirme mejor. El silencio que reinaba en el lugar me hacía recordar por qué me gustaba tanto el arte y los lugares que guardaban obras de esta envergadura.
Observé los cuadros, dejándome llevar por las sensaciones que me provocaban. Mayormente eran escenas de guerra. Hombres y mujeres luchando entre sí por, según los carteles que había debajo de las obras, el poder del Imperio de la Rosa.
Entrecerré los ojos, ligeramente mareado. Me sonaba de algo el nombre aunque en la descripción también versaba que era una historia inventada por el autor.
Me giré para seguir observando cuadros. Fue en ese momento en el que contuve una exclamación al ver que ahí estaba el dependiente. No parecía ser mucho más mayor que yo. Sus ojos ambarinos me analizaron, quizás para detectar si era un posible comprador o un mirón al que le había llamado la atención el cierre del local. En sus manos portaba una especie de flauta negra que tenía pétalos azules dibujados por toda ella.
Por mi mente pasó la idea de lo distintos que éramos. Yo era un mero estudiante de artes que aspiraba a dibujar y vender mis obras, que iba vestido con una sudadera y pantalones desgastados. En contraposición estaba él, bien arreglado y con un porte que personalmente me transmitía la misma calma que toda la estancia.
Intenté apartar esos pensamientos tan extrañamente profundos de mi mente. ¿Será que he tenido un flechazo con ese chico? Guapo era, desde luego.
—¿Necesita algo? —preguntó con calma.
Desvié la mirada hacia una tarjeta que tenía puesta en el bolsillo de su camisa. Vi que su nombre era Hiro.
—No se preocupe, Hiro. Solo estaba observando. —Ladeo la cabeza y miro la flauta—. Se ve un instrumento muy interesante.
Él baja la mirada y asiente.
—Es una reliquia que ha estado en exposición hasta ahora.
No sabía explicar por qué, pero tenía ganas de alargar la conversación. Cambié el peso de mi cuerpo de una pierna a otra y decidí extenderle la mano, sintiendo que mi cuerpo temblaba ligeramente por mi atrevimiento.
—Me llamo Kibou. Espero que esté siendo esto un traslado y que te estés yendo a otro local más amplio.
Hiro me estrechó la mano. Me arrepentí al instante del gesto, ya que me di cuenta de que empezaba a sudar. Aparte, sentí un pequeño cosquilleo por la zona del estómago que decidí ignorar.
—¿Queréis ver la flauta con más detenimiento?
—¿No te importa? —Pregunté sorprendido.
Él negó con la cabeza y me la tendió. Froté la palma de mi mano en mi sudadera y cogí la flauta.
Fueron solo unos segundos. Una vorágine de recuerdos que se habían bloqueado brotaron en mi mente con la fuerza de un huracán. Esta vida había sido una creación de Rinon, un arcángel del Imperio de Ninflem que quería dejar a la sociedad en un estado de éxtasis y conquistar el Imperio de la Rosa.
Nuestro Imperio.
Yo era Kibou, la esperanza de nuestro ejército, uno de los demonios más poderosos gracias a mi habilidad de someter a quienes me escuchaban cantar. Con la katana de Sirukia iba a liderar a un grupo de luchadores y luchadoras dispuestos a dar sus vidas para detener el mal que los ángeles y sus descendientes estaban propagando.
Los demonios siempre habíamos sido la parte que controlaba las emociones y se alimentaba del mal de los demás. Mi alimento era sobre todo el de los deseos de la lujuria. Me encargaba de absorber todo aquello que pudiese generar algún mal en la persona que lo sentía o en su entorno.
Los ángeles, por su parte, custodiaban el bien y lo propagaban a toda criatura viva. Ambas razas intentábamos que el mundo no se sumiera ni en la oscuridad ni en la luz, ya que el equilibrio era parte de la vida y así debía ser.
Sin embargo, uno de los arcángeles tenía otros planes. Harto de la ineptitud de algunos de los suyos y de los nuestros, decidió que la armonía en la que estaba nuestro mundo debía acabarse. Preparó su ejército, convenció al resto del Imperio del que formaba parte —haciendo que se aliaran con él casi todos los ángeles— y decidió acabar con todos los demonios, para posteriormente crear un hechizo que sumiera al mundo en un estado de falsa paz, arrebatándole todo sentimiento mínimamente negativo.
Al hacer Ronin eso en algunos pueblos, pude observar que todas las criaturas estaban en un estado en el que parecía que estuvieran sedadas. No solo les habían arrebatado los sentimientos negativos, sino todo aquello que, de ser desarrollado, podría en algún momento enturbiarse. La gente ya no amaba, ya que del amor podían surgir los celos. Ya no ambicionaba cosas mejores, ya que la frustración de que algo saliera mal podía conducirles a la ira.
Era tal el estado en el que se encontraba todo aquel que se veía afectado por ese conjuro, que lo que fue al principio una idiotez de un arcángel con delirios de grandeza, acabó siendo un grave problema. Las personas que, por los motivos que fueran, tenían demasiada negatividad en su interior, iban voluntariamente al Imperio de Ninflem en busca de Rinon o alguno de los suyos para, o bien ayudarles en su causa, o bien suplicar por perder todas sus emociones, importándoles bien poco perder así su humanidad.
Mi voz no les afectaba a quienes habían sufrido el hechizo, ya que nada que pudiera hacerles sentir los hacía reaccionar. Preparé a mis mejores guerreros y guerreras, dispuestos a impedir que avanzara aquella catástrofe.
En un momento dado de la guerra, Hiro se unió a ella. Ahí fue donde nos conocimos y, posteriormente, nos enamoramos. Era otro gran demonio, uno del tipo que se alimentaba de la soberbia. Su sangre fría y su temple me ayudaron en todo momento a no perder la fe y seguir luchando por nuestra causa.
Sin embargo, las cosas no salieron como hubiésemos querido.
Rinon se apropió de una serie de objetos necesarios para potenciar su conjuro. Se cansó de la idea de ir pueblo por pueblo y quiso ir más allá: nos quiso mandar a todos a una realidad donde olvidásemos quiénes éramos y así ser terriblemente sensibles a su hechizo.
Por eso sentía que todo dejaba de importarme.
Por eso todo era tan confuso. Ahora intentaba recordar mi infancia como humano y no había nada, porque no era real.
Contemplé la flauta con asombro. Fue un regalo que Hiro me hizo cuando hicimos un año juntos. Poco antes de que el arcángel nos venciera, él encantó la flauta para que, si la tocábamos los dos a la vez, se activase un potente conjuro antimágico que nos ayudase, al menos, a disvolver esa sensación de vacío.
Recordé que me enfadé cuando me lo contó, ya que creía que podría haber dado con la clave para ayudar al resto de la gente y acabar con Ronin, mas luego me explicó que solo podía hacerse una vez y no para más de dos personas.
Me lo quedé mirando con lágrimas en los ojos. Pude comprobar que él también estaba a punto de llorar.
—Hiro…
Se acercó a mí y me dio un fuerte abrazo, el cual correspondí. A pesar de que era otra realidad diferente, su olor a cerezas seguía formando parte de su esencia. Respiré profundamente y dejé que la alegría, la pena y la confusión se apoderasen de mí, rompiendo a llorar, al igual que él.
—Por todo lo sacrílego. Ha funcionado —dijo con voz quebrada.
—¿Tú me recordabas?
Él negó con la cabeza, acariciando suavemente mi espalda, como si aún no se creyese que estuviera ahí.
—No. Te quería ceder la flauta básicamente porque no recordaba su significado y lo hice de forma automática. Ha sido casualidad.
—Yo no creo en la casualidad. —Me separo un poco de él para mirarlo a los ojos—. Creo en nosotros y en que has hecho lo que tu instinto te ha pedido a gritos, al igual que el mío me pedía venir aquí.
Una ligera media sonrisa asomó por su rostro, haciendo que yo sonriera también. Una vez me limpió las lágrimas de los ojos, me besó con dulzura en los labios, haciendo que mi cuerpo se estremeciera de felicidad.
—Al menos podemos vivir en esta realidad juntos —susurró.
—Pero yo quiero seguir luchando, ésto no puede quedarse así —digo con cierta angustia.
—No sé si podremos hacer algo, Kibou. En este lugar no he visto ni un atisbo de magia, por lo tanto no sé siquiera si la ha extinguido.
—Nadie tiene tanto poder —me quejo.
Hiro suspiró. Al ver su gesto pensativo, me salió por inercia acariciarle el pelo, tal y como hacía antaño.
—Sé que por mucho que te diga, vas a seguir empecinado con tus ideas. Solo quiero que me prometas una cosa: pase lo que pase, si ahora somos meros humanos y no podemos ni volver a nuestro hogar ni podemos hacer nada, no te agobies.
Se me hincharon ligeralmente las mejillas, indignado. Sé que me lo decía por mi bien, ya que en la guerra contra el Imperio Ninfleim fui muy cabezota y tajante con todas las órdenes que le daba a los miembros de mi facción. A veces le escuché, pero desde el momento en el que cometimos un error por apoyar uno de los planes de Hiro, me dejé llevar por la ira y el ansia de victoria, lo cual fue, en mi opinión, uno de nuestros grandes errores y por el que perdimos la guerra.
—Prométemelo, Kibou. Ahora no podemos hacer nada. Con esto que nos ha pasado, ya ha perdido una batalla —dijo mirándome con intensidad—. Ambos sentimos, ambos hemos recordado todo. Eso no nos lo va a poder arrebatar jamás.
Tragué saliva, emocionado. Me puse de puntillas y lo besé de nuevo con ganas, deseando que ese momento no acabase.
Hiro tenía razón. Pasara lo que pasase en el futuro, una cosa estaba clara: el hechizo no pudo con nosotros. Nuestro amor había vencido.
No hay retorno
El sonido del piano resonaba en su cabeza como cada noche. Era inevitable, ya que se pasaba todas las tardes escuchando ensayar a su hijo en el apartamento que él había alquilado meses atrás.
La música sonó más fuerte en su mente al ver a Angelo salir del restaurante japonés con su novio. Katherine no se atrevía a acercarse a él. ¿Cómo iba a hacerlo tras haberlo abandonado cuando era un recién nacido?
Cualquier madre se sentiría culpable, triste e incluso decepcionada consigo misma. Sin embargo, ella no era esa clase de mujer. Sabía de sobra que haber traído a ese niño al mundo había sido un grave error.
Ella era un ángel, un ser superior que descendía de los cielos de vez en cuando para cazar a aquellas criaturas que desobedecieran las normas de Dios, ya fueran demonios o ángeles.
Cerró los ojos. Ella misma había incumplido una de las normas. Los ángeles y los demonios no debían mantener relaciones carnales con humanos. El resultado de aquella unión era o bien un semiángel o un semidemonio. Ella siempre pensó que esas criaturas eran una aberración de la Creación.
Nada más lejos de la realidad.
Investigó a fondo el motivo por el que la orden de sus superiores era tan tajante con el tema de la reproducción entre seres celestiales y humanos, ya que ella había sucumbido a los encantos de un mundano en un momento de debilidad y eso propició que se quedara encinta. Podía entender que el tener un hijo con un ser inferior era algo desagradable, pecando así de clasista. Sin embargo, no entendía por qué se quería el exterminio de aquellos bebés y el castigo severo de quienes participaron en su creación, el cual consistía en convertir en ángeles caídos a los ángeles o condenar a muerte a los demonios.
Un día, en uno de sus viajes secretos a la biblioteca de los textos sagrados, se topó con aquella mujer. Desprendía un aura dominante que la hizo temblar durante unos segundos.
Ya habían pasado veinte años desde que dejó a su hijo en la puerta de una iglesia y la obsesión por saber por qué estaba mal nacer como semiángel la había obsesionado.
La mujer se acercó a Katherine y acarició con suavidad su mejilla. Una amplia y brillante sonrisa se dibujó en su rostro, lo cual hizo recordarle al ángel a un cazador que atraía a su presa.
Ella no era ninguna santa. Sabía reconocer a alguien dominante y sibilino en cuanto lo tenía delante, por mucho que se intentara ocultar.
Aquella mujer parecía pretender todo lo contrario. Quería intimidarla antes de hablar.
—No puedo decirte por el momento quién soy, querida. Lo que sí puedo advertirte es que debes vigilar a tu hijo Angelo. Debes conocerlo, conocer sus inquietudes, gustos y todo lo que puedas sobre él.
Katherin no entendió esa petición al principio. Iba a rechazarla, pues carecía de instinto maternal. Justo cuando iba a negarse a hacerlo, ella habló de nuevo.
—Quieres saber por qué a tus superiores les viene bien ir acabando con semiángeles y semidemonios, ¿verdad? —Retrocedió un paso para tenderle la mano—. Puedes llamarme Kara.
Katherine le estrechó la mano, casi como si un poder influyera sobre ella para hacerlo.
Fue a partir de entonces cuando empezaron a conocerse y estrechar lazos. Kara era una mujer con templanza y seguridad en sí misma, aunque lo que más destacaba de ella era ese halo de misterio que la rodeaba y que la hacía parecer elegante y sofisticada. Ambas se compenetraban bastante bien, si bien la mujer dejaba un evidente y metafórico muro que impedía que Katherine se acercara a ella a nivel personal.
Obedeció su orden y estuvo espiando durante meses a su hijo Angelo. Este se había hecho fotógrafo y mostraba amabilidad y encanto.
Katherine debía admitir que su retoño se parecía a ella. Ambos tenían los cabellos oscuros y los ojos azules como zafiros. El carácter de los dos era dulce y distante, lo cual permitía que la gente estuviera cómoda al estar próxima a ellos y a la vez sintiera que no merecían ser muy cercanos a ellos.
Ella conocía muy bien ese tipo de actitud, al igual que sabía perfectamente que no era más que una máscara para ocultar su verdadera personalidad.
Respiró hondo y se concentró en el presente. Kara le había ordenado que fuese a por su hijo y le atrajera al bando de ellas. Las verdaderas intenciones de su superiora no eran del todo claras, aunque sentía el deseo de complacerla.
No había nada en el mundo que sedujera más a Katherine que el poder. Era algo que ansiaba con todas sus fuerzas. Nunca había tenido tanto control y conocimientos como con Kara ni tanto poder. Eso la empujaba a estar a su lado por el momento.
Esperó cerca del portal del piso de Angelo. Tenía entendido que hoy su pareja saldría a trabajar al hospital, por lo que podría pillarlo de sorpresa.
Se ocultó un poco más al ver que tanto Angelo como su novio se quedaban parados en la entrada del bloque.
—¿Seguro que no quieres que te lleve al trabajo, pequeño? —dijo el hijo de Katherine. Parecía contrariado ante la idea de que se fuera solo.
El otro chico asintió.
—Tampoco vivimos tan lejos del hospital. No seas paranoico. Me he tomado la medicación y me encuentro bien.
La voz del otro chico era calmada, como la brisa del mar. Angelo abrazó con fuerza al muchacho y cubrió su rostro de besos.
—Te voy a echar de menos, Nat —susurró Angelo.
—Y yo a ti. —Sonrió con dulzura a su pareja.
Nat se marchó en dirección al hospital y Angelo se dispuso a dirigirse a su apartamento. Katherine respiró hondo y decidió adelantarse para entrar detrás de él de forma disimulada.
Entonces, se topó con la ancha espalda de su hijo, que se había parado. Seguía sujetando la puerta.
—Disculpe —se apresuró a decir Katherine—. No le he visto.
Angelo avanzó un par de pasos al interior del edificio. Se dio la vuelta y una arrebatadora sonrisa surcó su semblante. Su madre no pudo evitar sentir familiaridad ante esa sonrisa.
Era la misma que ponía cuando trataba con sus enemigos.
—No se preocupe, señorita. ¿Es usted vecina?
Los labios de Katherine se curvaron en otra sonrisa, similar a la de su hijo. No creía que sospechara nada. Al ser semiángel tuvo que tener una vida difícil, ya que era sensible a los poderes celestiales. Aun así, eso no le daría los conocimientos que ella poseía sobre el mundo más allá de los humanos.
Quizás podía notar en ella que no era humana y eso podía ser un problema. No creía que él fuese tan sensible a ello. Sin embargo, empezaba a sospechar que no lo conocía tan bien como creía.
—No, querido. De hecho… estoy aquí por ti.
Las expresiones de ambos no cambiaron. El gesto de fría cortesía se mantenía en sus facciones, como si esperaran a que fuese el otro el que cometiera el primer error.
—Vaya. Es extraño que un ángel quiera algo de alguien como yo sin un arma o una trampa en la que he de caer. ¿Es esta una nueva forma de actuar de la Hermandad Celestial?
Katherine negó con la cabeza, divertida. Era cierto que aún pertenecía a dicha Hermandad. No obstante, su lealtad estaba muy lejos de ser para ellos.
—No, querido. No vengo aquí como ángel ni como cazadora. Hoy creo que es pertinente que hablemos en un tono más relajado.
—Es la primera vez que me cruzo con un ángel y me propone algo calmado. ¿Tanto han cambiado las cosas? —El muchacho ladea la cabeza en un gesto de inocencia.
Ella soltó por lo bajo una risa pura y hermosa como el sonido de un arpa. Negó con la cabeza.
—No es que hayan cambiado las cosas allá donde están los altos cargos. Tampoco el cielo ha cambiado. La que lo ha hecho soy yo.
Hizo una pausa para analizar las facciones del muchacho. Se notaba que no era la primera vez que tenía contactos con ángeles. De hecho, ella había detectado en uno de sus días de espionaje la presencia de un demonio cerca de él.
—Entiendo. Así que usted ha cambiado. ¿En qué me afecta eso a mí?
—Te afecta porque entre tú y yo hay un vínculo especial.
—¿Un vínculo?
—Sí. —Respiró hondo antes de volver a hablar—. Sé que es difícil y algo muy repentino, pero necesito decírtelo. Soy tu madre, querido.
Angelo ladeó la cabeza sin mostrar asombro alguno. Sin embargo, ella era plenamente consciente de que él estaba sorprendido. No tenía conocimiento de que hubiese tenido una madre a su lado desde que había cumplido los ocho años y lo había adoptado un hombre de dudosa calaña. Esa declaración era importante y tenía peso suficiente como para descolocar a cualquier mundano. ¿Por qué él seguía mostrándose impasible?
—Entiendo. Siempre he tenido curiosidad por saber de quién era mi sangre celestial. ¿Quieres pasar a casa? Tengo té.
Ella asintió con gentileza y lo siguió. Quería entender a aquel muchacho, pero le costaba. Una mezcla de rabia y orgullo inundó su corazón, a pesar de que no admitiría lo segundo ni aunque la torturasen.
El apartamento de su hijo estaba en el ático. La decoración parecía haber sido realizada por un interiorista. Además, los muebles eran claros y transmitían paz y serenidad.
Katherine se fijó en una estantería donde había varias fotos. Algunas eran artísticas. Con total probabilidad las había hecho su hijo, ya que se dedicaba a ello. Una de ellas era él con su pareja. Angelo sonreía enseñando los dientes, feliz. Su novio mostraba una sonrisa más calmada, aunque sus ojos brillaban.
—Veo que has tenido una vida bastante feliz. Me alegro. —La sonrisa de la mujer mostraba calma, aunque su voz tenía un timbre triste y melancólico.
Angelo se sentó en el sofá. Respiró hondo mientras contemplaba a aquella mujer que le había dicho que era su progenitora. Ella se sentó a su lado con una sonrisa ladeada. Ambos se miraron de forma enigmática.
Una sensación extraña recorría sus corazones. Era una mezcla de familiaridad y desconcierto. A pesar de compartir la misma sangre, no dejaban de ser desconocidos.
Ella debía fingir que lo había estado buscando durante años. Tenía una historia bastante convincente en su cabeza que pensaba soltar en el momento adecuado, pero algo se lo impedía.
Ver a Angelo era como verse a sí misma reflejada. Casi podía entrever la máscara metafórica que portaba en su rostro. ¿Cómo podía alguien a quien no había criado ni cuidado tener tanto parecido a ella? ¿Acaso la vida le había tratado de forma similar a la de Katherine y había curtido su carácter como el de ella?
Las dudas empezaron a surgir en su mente. Quizás debió planificar mejor su entrada a la vida de su hijo. Se había confiado al verlo tan sensible al arte desde la distancia, pensando que quizás añoraba tener una familia o algo de afecto maternal. Sin embargo, ahora tenía ante él a un jugador.
¿Cómo no lo vio venir?
Angelo suspiró al ver que la que afirmaba ser su madre no le decía nada. Su suspiro hizo que ella se preguntase en qué estaría pensando su hijo.
Tragó saliva. Siempre había tenido la situación bajo control. ¿Por qué ahora parecía tan complicado?
—Así que mi madre, ¿eh?
Katherine se acercó un poco más a él con gesto afligido. No quería mostrarle sus miedos, aquellos que no era capaz de admitir, ni siquiera a sí misma. Ella siempre había considerado que estaba por encima de estas situaciones, pero había algo en la esencia de su retoño que ejercía sobre ella un poder que no sabría describir.
No. No era un poder sobrenatural. Iba más allá de los poderes celestiales y no tenía claro qué era.
—Sí, querido. Sé que es algo repentino. Espero que seas capaz de perdonarme todo lo que has pasado por mi culpa.
La sonrisa de Angelo no desapareció. Parecía calmado y seguro de sí mismo. Desde luego, la escena no era como ella se la había imaginado en su cabeza.
—No te preocupes. Supongo que como ángel no te habrá sido fácil separarte de mí. Habrás sufrido mucho —dice él con voz calmada y dulce.
Se mostraba tan calmado que hizo bajar un poco la guardia a Katherine. Quizás todo eran meras suposiciones suyas. Tal vez ese muchacho era lo que estaba viendo: un chico amable que no guardaba rencor en su corazón.
Posó una mano en la mano de Angelo en un gesto tranquilizador.
—Eres muy comprensivo, Angelo. Así es, las cosas no fueron fáciles para mí. Abandonarte fue lo más doloroso que he hecho en mi vida. —La voz de la mujer sonó tan cargada de velado dolor que hasta ella misma se creyó su interpretación—. Espero poder comenzar una relación más afectiva contigo, pues soy más poderosa que en mi juventud y puedo ofrecerte protección y mi amor.
La dulzura con la que hablaba era digna de la más tierna de las madres. Había ensayado ese papel no solo para hablar con su hijo, sino por otras misiones de infiltración que había tenido. A veces para acceder a los humanos solo había que mostrar pocas defensas y gestos maternales. Era suficiente para ganárselos y convertirlos en títeres.
—Eso suena muy bien, madre.
Los ojos de ella brillaron de ilusión, una que estaba lejos de sentir.
—¿Eso significa que me aceptas? ¿Me permitirás conocerte entonces? —dijo con voz melosa.
Angelo metió las manos en los bolsillos mientras miraba hacia otro lado. A pesar de que se lo había tomado mucho mejor de lo que pensaba, ella podía entender que era una noticia dura de digerir. Sonrió para sus adentros. Ahora no comprendía cómo había podido sobreestimar tanto a aquel semiángel. Por muy hijo suyo que fuera, había demostrado que era más humano que celestial.
Había creído con insultante facilidad que era su madre. ¿Y si hubiese resultado ser mentira? ¿Tanta necesidad de tener una madre tenía aquel pobre hombre?
Tras casi un minuto de silencio que se hizo eterno, su hijo la miró a los ojos. Asintió.
Katherine sintió un cosquilleo de júbilo en su interior. Estaba convencida de que Kara iba a estar muy orgullosa de aquel paso que había dado. Aún no se creía haberlo conseguido de esa forma tan sencilla.
Los ojos de ella se empañaron en lágrimas. Sabía que era el momento perfecto para actuar de aquella manera, como una madre que por fin se podía reunir con su retoño. ¿Quién, aparte de ella si fuese honesta con sus emociones, no lloraría en un momento como este?
—¿Puedo abrazarte, hijo?
La sonrisa de él se ensanchó. Asintió.
Katherine lo abrazó con fuerza por el cuello. Al estar tan cerca pudo oler a su hijo. Tenía un olor fresco parecido al suyo.
De pronto, sintió una punzada en la espalda. El aroma de Angelo empezó a entremezclarse con el de la sangre.
Hubiese gritado de sorpresa si hubiese podido. Angelo se apartó de ella un poco, lo suficiente como para mirarla a los ojos.
La sonrisa de él, antes pura y sincera, se había tornado siniestra a causa de la luz de la luna. La mujer se maldijo por haber bajado la guardia de aquella manera tan estúpida e impropia de ella.
Se odiaba por haber subestimado a su hijo y por no haber hecho caso a las señales. No habían sido paranoias suyas, sino señales que le habían estado indicando que él portaba una máscara, al igual que ella.
—O sea que eres la madre que me abandonó —sentenció él.
—Hijo… yo no…
—Es curioso, ¿sabes? Me has pillado en una época donde conocer a mi madre solo despierta en mí mis instintos más crueles. —él hablaba mientras Katherine notaba que su ser iba perdiendo fuerza—. He descubierto la forma de conseguir más poder, pero necesitaba el alma de alguien más poderoso que yo para conseguir mis objetivos. Ese alguien vas a ser tú, madre.
La mujer tosió. Intentaba respirar, pero fuera lo que fuese que le hubiera clavado Angelo, estaba en un punto clave de la espalda, lo cual la frustraba y la llenaba de rabia.
—Mi hijo… no tienes… que hacer esto... —murmuró ella, metida en su papel. Jamás abandonaría su máscara. Antes la muerte.
—Eres pasado, madre. Me abandonaste. No hay retorno. Abandonar a tu hijo fue una decisión que te ha condenado y si tengo que elegir entre darte una oportunidad o devorar tu alma para conseguir más poder… —La cogió de la barbilla, haciendo que ella abriera un poco la boca— lo haré.
Angelo se inclinó hacia ella, dispuesto a devorar el alma de su madre. La mujer gritó por dentro de ira al verse tan expuesta, tan vulnerable.
Derrotada por un maldito semiángel.
De pronto, todo negro.
Katherine abrió los ojos mientras proliferaba un grito de dolor y terror. Respiró de manera agitada durante unos segundos.
Poco a poco fue enfocando la vista. Estaba en la habitación que compartía de vez en cuando con Kara, en un piso a las afueras de un pueblo de Italia. Intentó levantarse, pero le dolía todo el cuerpo demasiado.
Al intentar incorporarse pudo fijarse en que Kara estaba sentada en una butaca que tenían en el cuarto. Su rostro estaba perlado en sudor. Se agarraba al brazo izquierdo como si quisiera frenar el sangrado de una herida. Miró con dureza a Katherine.
—Maldita seas, Kat.
La mujer sintió aún más miedo al escuchar el tono estricto de su superiora. Todo le daba vueltas todavía y no entendía qué había pasado.
—¿Ha sido un sueño? —murmuró Katherine.
—Tómatelo como quieras, niña: un sueño, un punto del presente que hemos convertido en posible futuro, como te dé la gana. Lo importante es que él no te va a recordar ni va a saber lo tremendamente insensata que fue la arrogante de su madre. —Se la notaba más molesta que nunca. De no verse tan débil, probablemente hubiese empezado a gritar o a comportarse de un modo algo más violento.
La celestial no tenía nada que decir. Se sentía bastante perdida en esos instantes. Era la primera misión en la que fallaba y había sido contra alguien con el que ni siquiera había usado sus poderes. Se maldijo a sí misma por no haber estado más atenta a los movimientos de Angelo, por no haberlo conocido en condiciones y haberlo subestimado de aquella manera tan ridícula.
—Lo siento —se limitó a decir.
—Claro que lo sientes. No solo lo sientes, sino que además lo vas a pagar.
Katherine frunció el ceño, sin entender.
—¿Cómo?
—Mira, Kat. He percibido por lo que acaba de ocurrir que no conoces la forma en la que hay que acercarse a los hijos ni la manera de tratar a ese en concreto. Si lo hubieses observado un poquito mejor te hubieses dado cuenta de que es más listo que el hambre, a la par que calculador y rencoroso.
La madre de Angelo bajó la mirada y apretó los puños, frustrada.
—Esta vez lo haré mejor, te lo prometo. Lo observaré, me acercaré a él y conseguiré que se una a nuestro bando.
Kara sonrió ante las palabras del ángel. Asintió complacida. A pasos lentos se acercó a la cama y se tumbó junto a la celestial.
Tras unos segundos de silencio, Katherine preguntó:
—¿Por qué tienes tanto interés por mi hijo?
La respuesta de Kara tardó en escucharse.
—Si te dijera ahora los motivos, me odiarías. Tendrás que esperar para ello.
Aquellas palabras no la animaron, pero tampoco quería hacer más preguntas y replicar, no después del estrepitoso fracaso que acababa de vivir.
Cerró los ojos e intentó descansar. La próxima vez sería diferente, se juró. Esta vez se acercaría a Angelo con todas sus armas. Ya no podría engañarlo con su máscara. Sería ella la que jugase con él y lo atraería a su bando para aliarse con ellas.
Esta vez no defraudaría a Kara.
Esta vez seguiría el camino correcto que la llevaría a un poder con el que llevaba años soñando y una libertad de la que ni siquiera Dios era conocedor.
Un baile indeciso
Eran las doce y media de la noche y ya estaba de camino al punto de encuentro donde se había citado con sus compañeros de Universidad. Se había arreglado más de la cuenta para la ocasión. Se colocó las gafas mientras reflexionaba sobre lo que iba a hacer. Aarón no era muy dado a ir a pubs o a cualquier local nocturno. Por eso y por algo más aquella quedada era especial para él.
Era la primera vez que él había sido invitado a ese evento social, ya que como era un chico bastante callado y reservado, los demás solían obviarle tanto para cosas de ocio como para grupos de trabajo.
Quien le dijo de ir era nada menos que Pablo.
Pablo era uno de sus compañeros de Universidad. El único que se acordaba de él para tener de compañero de trabajos y le mandaba los PDFs de apuntes sacados de libros que eran imposibles de encontrar. No habían hablado mucho de ellos mismos o de sus gustos, aunque su carácter alegre y jovial, sumado a su facilidad para entablar conversaciones, hacían que Aarón lo admirara.
No podía culpar al resto de compañeros de que no se fijaran en él. Tampoco es que le preocupase aquello, ya que no tenía interés en entablar ningún tipo de amistad con nadie (ya que esas cosas, según Aarón, debían surgir), aunque bien era cierto que no le parecía bien que no contasen con él para nada, ya que estaban en el mismo grupo de la Universidad.
Una vez escuchó que se dirigían a él como «el que siempre tiene cara de enfadado». No le molestaba que no le hablasen, pero sí le incomodaban los cuchicheos y los comentarios a sus espaldas.
Por eso, cuando su compañero le dijo que fuese con el resto, tanto los alumnos como Aarón se lo quedaron mirando atónitos. Quería aprovechar esa salida para ver cómo era la gente fuera de las aulas y, sobre todo, ver a Pablo en un ambiente más desenfadado.
Solo pensar en verlo fuera de la facultad le hacia cosquillas en el estómago. Respiró hondo para serenarse.
Contempló su alrededor antes de entrar en el bar. Vio a lo lejos a dos compañeras de clase fumando y riendo. Tuvo la tentacion de acercarse e integrarse, pero no le salía hacer eso. Lo que realmente quería era buscar a su amor platónico y esforzarse sobre todo en entablar una conversación con él.
Entró al local. El ambiente ya estaba propicio para bailar. Los jóvenes se lo pasaban bien, copa en mano, danzando y hablando a voces. Tanto ruido proveniente de los altavoces y de la gente le mareaba un poco. La música retumbaba en su cabeza. El estilo tampoco era del todo de su gusto. Él prefería algo más tranquilo, como rock sinfónico.
Buscó con los ojos a Pablo. No era difícil distinguirlo de entre el resto de personas. Sus cabellos estaban teñidos de un azul muy intenso, acordes al color cielo de sus ojos. Solía vestir sudadera, aunque había visto en su página de Instagram que iba a salir con una camisa de color vino y unos pantalones oscuros que parecían confeccionados para él. Lo encontró así vestido bailando con una chica. Ambos parecían pasárselo en grande. Él la cogía de la mano y la hacía girar y mover su cuerpo con una elegancia y casi erotismo que le hizo enrojecer.
Aaron notó que la garganta se le secaba y se dirigió a la barra del bar. Conforme el camarero lo vio, le pidió una cerveza. Decidió estar un rato ahí, a su aire, repasando mentalmente su siguiente paso.
Se imaginó diferentes escenarios. Uno de ellos era yendo hacia él sin pudor, incluso moviéndose un poco al ritmo de la música y mostrando una seguridad en sí mismo que carecía. Desechó la idea rápidamente. Era consciente de que ese tipo de cosas no eran su estilo. Tampoco quería dejar de ser él mismo por un poco de conversación.
Otra situación que podía darse era que buscara la zona que más se quedara mirando Pablo, ponerse ahí y que pareciera todo casualidad. Resopló, volteando los ojos. Le parecía un poco patético y seguro que se daba cuenta.
Contempló el botellín de cerveza. Se lo bebió de un trago y miro hacia el techo. Debía asumir que había sido una mala idea haber ido a la quedada. Se le daban muy mal estas cosas. Lo mejor era irse y fingir que nunca estuvo allí.
Se terminó lo que quedaba de bebida y se concentró. Debía ir a la salida sin ser visto y fingir que se había puesto enfermo. Sí, era lo mejor. Seguramente no volverían a invitarle a salir, pero no le importaba. Tenía más que asumido que las relaciones sociales no eran lo suyo. Su introversión hacía que le costara horrores relacionarse. De todos modos, no disfrutaba estando allí, así que no estaba seguro de que el esfuerzo le mereciera la pena.
Justo cuando iba a marcharse, escuchó la voz de Pablo sobre todo el ruido que había en la sala.
—¡Eh, Aarón! ¡Has venido!
Le dio un par de palmadas en la espalda y se puso a su lado.
«Ya no puedo escapar», pensó el joven, intentando controlar la pequeña sensación de ansiedad que se iba asomando por su pecho.
—Hola Pablo. —Se forzó para sonreir.
Su compañero enarcó una ceja, como si aquel gesto le sorprendiera. Le revolvió el pelo y pidió un par de cervezas.
—Venga, te invito a esta ronda.
—En realidad ya me iba. Solo queria pasarme a saludar y poco más. El lunes nos toca examen.
El muchacho de pelo azul le puso morritos, juntando las manos en señal de súplica.
—Veeeeenga, si apenas te he podido ver. Además, te he invitado yo.
Le dieron las bebidas. Aarón cogió la suya, azorado. En el fondo quería quedarse, pero no para estar con la clase, sino para tener más cercanía con Pablo.
—Bueno, solo un rato.
La sonrisa de Pablo era tan amplia que se le pegó a su compañero de clase. El muchacho de pelo azul se acercó al oído del otro chico y le susurró:
—Me gusta más cuando sonríes así.
Su voz tan cerca hizo que la música y la gente pareciera no existir. Se puso muy rojo y lo miró de reojo, hablando también en su oído.
—¿Así cómo?
—De verdad, porque te sale sonreír. Antes parecía que habías visto a un fantasma o algo.
—Ya te he comentado que este tipo de cosas no me van.
—Cierto. —Empezó a sonar una canción nueva. Pablo sonrió ampliamente y cogió su cerveza—. ¡Esta canción me flipa, tio! ¡Bailo esta canción y salimos!
Asintió ante las palabras del joven. Lo vio alejarse y ponerse a bailar sin preocupaciones.
A una parte de él le encantaría tener su desparpajo, ya que eso le haría poder bailar con él. Sin embargo, también apreciaba mucho cómo era él mismo.
No se consideraba un chico tímido. Cuando cogía algo de confianza era abierto y le gustaba hablar de cualquier tema. Lo que le sucedía era que le costaba establecer vínculos sociales nuevos. De hecho, a causa de su introversión, las pocas personas que conoció en el pasado se fueron distanciando, ya fuera porque se habían ido a otra ciudad o, simplemente, empezaron a tener vidas diferentes.
Contempló a su compañero desinhibirse en la pista. Sus movimientos a primera vista parecían descontrolados, aunque si se estaba atento podía percibirse algunos patrones comunes.
En un momento dado, Pablo le hizo un gesto a Aarón para que se acercarse. Éste último no pudo reprimir el impulso de señalarse a sí mismo, sin poder creérselo.
«Eres un poco ridículo señalándote a ti mismo», pensó.
El chico de cabellos azules asintió, riendo. Aarón observó a su alrededor, asegurándose de que nadie de su clase estaba pendiente de aquel momento. Cuando terminó de comprobarlo, avanzó hasta su compañero, rojo como un tomate.
Había cierta indecisión en sus pasos, a pesar de que estaba avanzando. Tenía miedo de meter la pata y pisarlo o quedar en ridículo, aunque esos temores se disipaban cuando miraba a aquel muchacho a los ojos. Todo parecía sencillo a su lado. No le costó tanto entablar un conversación con él a inicios de curso, cuando apenas se conocían. Siempre fue muy amable y paciente, lo cual agradecía enormemente. Era consciente de que su forma de actuar podía ser molesta para algunas personas.
Tampoco se molestaba si no le respondía a algún mensaje o era más seco de lo normal. A veces no sabía controlar su tono, ya que se quedaba muy ensimismado en sus cosas.
Una vez estuvo a escasos centímetros de él, Pablo le cogió de las manos y empezó a bailar un estilo parecido a salsa o bachata. Estaban bastante pegados, por lo que no le daba tiempo a Aarón para pensar en nada. Se dejó llevar por su acompañante, el cual sabía guiar sus movimientos de una manera muy intensa.
Estaba convencido de que eso debía ser un sueño. No podía ser que el chico que más le llamaba la atención tuviera esa actitud con él, tan cercana y casi acaramelada. Sus cuerpos cada vez estaban más tiempo en contacto. Aarón se veía incapaz de mirarlo a la cara. No quería que ese momento acabara.
Cuando la música estaba llegando a su fin, se atrevió a alzar la cabeza. Se encontró con un Pablo acalorado, con los ojos brillantes. Tiró de él y se lo llevó fuera del bar.
Ahora que se escuchaba la calma de la calle y a algunas personas hablando cerca de la puerta, Aaron fue consciente del ligero mareo que tenía. No estaba acostumbrado a estas cosas y se sentía agotado.
Su compañero se terminó la cerveza y dejó el botellín en la entrada del local. Le pasó un brazo por los hombros y empezaron a caminar.
—No sabía que supieras bailar tan bien —comentó Pablo.
—Tampoco ha sido para tanto. —Sonrió mientras se colocaba las gafas.
—Yo esperaba que me dijeras que pasabas de bailar. Me alegro de haberlo intentado a pesar de las dudas.
—No sé. No sabia si hacerlo o no. Ha sido la primera vez. Al final ha sido divertido y todo. —Dudó un poco antes de hablar—. ¿No deberías estar con el resto de la clase?
—Qué va. Ya salgo con ellos todos los fines de semana. Además, ya he estado un rato con ellos. Hoy me apetecía salir mas contigo y conocerte fuera de los trabajos y todo eso.
Aquella declaración le pilló de improvisto. ¿Que tenía ganas de conocerle a él? De pronto era más consciente de lo cerca que estaban el uno del otro. Pablo se separó de él y se puso las manos en los bolsillos, mirándolo.
—Vaya. Pensaba que me veías como alguien aburrido o algo.
Él negó con la cabeza.
—Qué va, todo lo contrario. Me llamaste la atención porque se te veía muy aplicado en las asignaturas y porque se te veía muy curioso con todo. Cuando hablan en clase de algo que te gusta se te nota mucho.
El significado de aquella frase hizo que se ilusionara más de lo que le gustaría. Si se había percatado de ciertos detalles, significaba que se había fijado en él. Quería pellizcarse, porque no creía que esto fuese real.
—Sí, es verdad. Aunque... bueno, me cuesta un poco relacionarme con gente y eso. Siempre supongo que es un poco pesado hablar conmigo porque puede ser agotador.
Pablo hizo un gesto con la mano, como si no le terminara de convencer lo que le había dicho.
—Qué dices. Tampoco hace falta estar todo el día hablando o teniendo un carácter abierto. ¿Te imaginas a todo el mundo siendo igual? Yo no sé si aguantaría a alguien como yo. —Hizo una mueca de desagrado que le hizo reír a su acompañante.
—A la gente le gusta más las personas abiertas.
—Bueno, yo por suerte no soy gente, solo soy Pablo.
Aarón se mordió el labio inferior. Quería preguntarle si eso significaba algo, aunque se contuvo.
—Claro y yo soy Aarón.
—Precisamente por eso quería que vinieras, porque eres tú.
El chico con gafas frenó en seco, con la boca ligeramente abierta. Definitivamente tenía que ser una broma o algo de él. Debía tener un humor muy extraño.
—No lo entiendo.
Pablo se limitó a suspirar al principio, poniéndose frente a su compañero de clase.
—Te he invitado porque quería preguntarse si querrías tener una cita conmigo la semana que viene. Un plan más tranquilo, claro.
—¿Y por qué no me lo has preguntado en clase?
—No sé. No encontraba el momento y pensé que fuera del ambiente académico me costaría menos lanzarme. De hecho, así ha sido. —Las mejillas del chico se encendieron.
Aaron se mordió el labio inferior, dudoso.
—Ya sabes que yo soy muy...
—Ya sé cómo eres y me gusta. Deja de pensar que tu carácter es problema porque justamente porque eres como eres me has llamado la atención. Cuando hablamos en clase me siento muy cómodo y me gustaría ver si podemos seguir igual en otros lugares, como por ejemplo... ¿la cafetería que es también una librería, que está cerca de mi casa? Me dijiste la semana pasada que te hacía ilusión ir.
Notaba las dudas y los miedos anidar en su corazón. Aun así, no quería perder la oportunidad de intentar algo con Pablo. Llevaban cinco meses de curso y sabían lo suficiente del otro como para saber qué se podían encontrar en una cita, más o menos.
Asintió, rojo como un tomate.
—Está bien. Podemos quedar la semana que viene y tener una... eh… —le costaba decir la palabra.
—Una cita, sí. —Sonrió ampliamente su compañero.
Pablo le cogió de las manos a Aarón, el cual las tenía algo temblorosas por la emoción. Sentía que de pronto pesaba menos, como si se hubiese convertido en una nube.
Se miraron a los ojos, sonrientes.
—Sé que quizás debería dejar esto para la cita, pero... ¿puedo besarte? —preguntó el joven de cabellos azules.
Su acompañante asintió con más energía de la que quería, lo cual hizo que el rubor de sus mejillas se intensificara. «Soy un desastre para estas cosas», no pudo evitar pensar. Notaba la boca algo seca y su ritmo cardíaco aumentó en cuestión de segundos.
Pablo se inclinó y lo besó con dulzura. Fue un beso cargado de emociones, donde con sus movimientos danzaban al igual que lo hicieron en la pista de aquel bar al que Aarón dudaba bastante de que volvería a ir en un tiempo cercano.
Era cierto que siempre había visto su forma de ser como un impedimento de poder tener algo más con alguien, ya que había que tener mucha paciencia con él. Sin embargo, con Pablo las cosas parecían sencillas. Él le respetaba, le gustaba tal y como era y quería convertir su relación de compañeros de clase en algo más personal.
No tenía muy claro qué iba a pasar, o si iba a ser la cita un desastre o no. Lo que sí que tenía claro es que se sentía pletórico por aquel momento.
Solo de pensar en que, de haber cedido a sus pensamientos y no probar suerte, aquella situación no se hubiese dado, le hizo sentir una punzada en el pecho. Estuvo tan absorto en sí mismo, considerando que el hecho de ser como era le iba a impedir llegar a ciertos niveles de confianza con los demás, que él mismo, sin querer, había creado ese muro.
Pablo le enseñó, sin darse cuenta, una lección que le costaba aprender por sus inseguridades: seas como seas, siempre habrá alguien que te respete y te quiera por ti.